Su vida era como esta escalera.
Difusos los inicios y misterioso el final: sólo le quedaba avanzar.
Sabía que no podía parar de ascender por esta maldita escalera, que él no era de los que se rinden.
Ha sufrido tanto que ya no recuerda lo que hubo antes del dolor. Ha sufrido tanto que, como Sísifo, no encuentra diferencia entre la vida y el infierno.
Antes era más sencillo. Antes de que sus piernas fueran más que un lastre. Subía con agilidad cada escalón, incluso había momentos en los que se veía animado y empezaba a saltarlos de dos en dos, rebosante de ilusión y entusiasmo. Mantenía la cabeza bien alta, concentrándose en su respiración y disfrutando el sonido de cada paso que daba hacía lo desconocido. En momentos como estos, casi ni notaba la presencia que le acechaba.
Su cuerpo cada vez se sentía más pesado y mientras más ralentizaba el ritmo de su lamentable marcha, más claros se escuchaban los tenebrosos susurros que arañaban su espalda. Notaba su frío aliento, y no se giró. Escuchó sus murmullos, con un tono muy parecido al de su propia voz, y no se giró. Es inútil enfrentar los errores del atrás.
Continuó lenta y forzosamente a pie, hasta que se cubrieron de ampollas, cortes y contusiones de los que aun brotaba una sangre que le hacía resbalar a cada paso. Ya hace tiempo que sus rodillas empezaban a fallar. Crujían con cada flexión hasta que acabaron por quebrarse, hasta tener que arrastrarlas en cada escalón lacerante. Con cada peldaño que ascendía, un grito de dolor y desesperación recorría el vacío abismal.
Estaba harto de esa maldita escalera.
Harto de tener frente a sus ojos una fila de escalones de piedra que conforme su vista ascendía, se empequeñecían hasta que solo se veía oscuridad.
Una oscuridad que, por absurdo que parezca, se transformó en su única esperanza.
Sus brazos son ahora los que le mantienen en pie. Entre quejidos y lamentos, arrastran su cuerpo lancinado, cubierto de contusiones y desgarrones que dejan un rastro sanguinolento y sudoroso, como un caracol cubre de baba su paso. El dolor punzante que siente recorriendo todo su cuerpo y la duda de cuándo sus codos acabarán como sus rodillas le frenan hasta que casi parece que no se mueve. Hasta que casi parece que se ha rendido.
Arrodillado, a punto de caer, notó que esa presencia le sujetaba los hombros con puntiagudas garras que atravesaban la carne hasta llegar a sus huesos. Notó como el aliento lamía su nuca y recorría todo su cuerpo. Por sus venas ya no circulaba sangre, sólo quedaba terror. Creía que todo había acabado, que ha sido en vano, que ni si quiera debería haberlo intentado.
Con el terror como su único motor, enfrentó los errores del pasado hasta aceptarlos, hasta que las garras dejaron de presionarle y le pusieran en pie, dándole un hombro en el que apoyarse en su marcha hacia lo desconocido.