Orl miró de nuevo por la ventana empañada de la cabaña. A pesar de que tenía la sensación de que todo aquello era una broma lo cierto era que en la repisa de la chimenea reposaba una piedra alargada bastante extraña. Miró a los ojos a Ember y se deslizó por el hueco entre el suelo y un tablón de madera suelto. Se arrastró por la tierra apelotonada, dando gracias mentalmente por la falta de lluvia de esos días. Solo le hubiese faltado volver a casa con el jubón lleno de barro viscoso para que su madre se enfureciese por el trabajo que le daba ensuciando la poca ropa que tenía.
Cuando notó que sus pies ya habían rebasado el tablón se arrodilló, se puso de pie y miró a su alrededor.
La estancia lucía más limpia que cualquier otra cabaña del pueblo que él hubiese pisado. Un cuenco con nueces y almendras sobre la mesa. Una chimenea limpia. No se veía ropa por ningún sitio. Orl sentía más curiosidad que nunca por el viejo ocupante de la cabaña. Había llegado apenas unos meses atrás y nadie sabía de él, aparte de que sus conocimientos sobre hierbas habían evitado alguna que otra molestia a los lugareños.
Decidido, Orl se acercó a la repisa y tomó la piedra. Casi estuvo a punto de dejarla caer por la sorpresa; estaba caliente. Y desde luego su forma invitaba a creer la historia que acababa de contarle Ember: realmente parecía un ave petrificada en pleno vuelo. Sin saber por qué Orl se la guardó en un bolsillo y salió por donde había entrado. O eso creía. Antes de incorporarse supo que algo iba mal; el suelo de tierra apelotonada se había esfumado. En su lugar halló ceniza y madera quemada. Los pies de Ember, su amigo; de hecho su mejor y único amigo, que hubiera debido ver justo delante de él mientras reptaba bajo el tablón, no se veían por ninguna parte.
Orl sintió un golpe en las costillas. Algo duro volvió a golpearle; esta vez en la espalda.
Un gorgoteo inhumano salía de alguna parte pero Orl, aplastado contra el suelo negro, no podía ver nada.
Se arrastró hasta quedar de espaldas y algo oscuro cayó con fuerza sobre su pecho.
La piedra quemaba su muslo a través de la tela del bolsillo. Notó que el suelo bajo su cuerpo se calentaba también. A su alrededor veía columnas de humo emergiendo hacia un cielo negro. Ni una sola estrella. ¡Imposible! La Osa y el Arquero debían estar justo sobre su cabeza. Más de diez estrellas entre las dos. Pero no fue capaz siquiera de ubicar el cuarto menguante de la luna de otoño.
Se levantó y giró sobre sus pies.
A su alrededor vio un paraje yermo cuyo cielo negro era atravesado por trozos de piedra candentes que siseaban por el aire antes de golpear el suelo en el lugar donde hubiese debido estar la cabaña.
Una nada espesa nubló su vista.
Nada.